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Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret

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II.3.0.05. En familia nos hacemos «personas».

En cada familia hay «personas» y cada persona es diferente de las demás. Por eso es tan importante que «yo» me dé cuenta de que conmigo viven otras «personas», mi prójimo «más próximo», sin duda, y que son quienes ante todo se merecen y necesitan mi mejor voluntad de comprender, excusar, respetar, acoger, colaborar y valorar. Todos tenemos la experiencia de lo bien que nos sentimos cuando alguien nos dice algo agradable, aunque sea una minucia: «¡Qué bien te ha salido!», «El color de esos pendientes van de maravilla con el de tus ojos!»«Mamá, ¡cuánto me ha gustado la paella de hoy!», Etc. Y si las cosas van mal, suele ser mejor callarse, pensar y hacer algo positivo. Y si además somos cristianos, rezar, rezar mucho, pedir al Padre… que nos ilumine y dé fortaleza para remediar situaciones penosas, para vencer nuestros propios egoísmos, para agradecer a Dios la familia que nos ha dado, etc.

San Lucas nos cuenta en su evangelio una situación desconcertante: Cuando Jesús cumplió doce años (algo así como nuestra mayoría de edad), fueron a Jerusalén como todos los años. Jesús se quedó en el Templo sin avisar a sus padres. Cuando éstos se dieron cuenta, tuvieron que desandar un día de camino para buscarlo. Ante las quejas de su madre, la respuesta de Jesús es aun más desconcertante: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» Ciertamente el evangelista tiene una clara intención de mostrarnos que Jesús, apenas entra en la edad de decidir por su cuenta, ya tiene en mente «las cosas del Padre». Es como decirnos que Jesús vio desde niño su vocación; el Padre le llama y él debe responder… Pero no por ello deja de ser dolorosa la situación para sus padres. El evangelista dice expresamente de su madre que «no comprendía, pero guardaba estas cosas meditándolas en su corazón».

Sería casi milagroso que alguien viviese en una familia sin ninguna dificultad. Pero más que los problemas de cada día importa nuestra actitud ante ellos. No nos equivoquemos: al final, cada uno es responsable de sus acciones… de su vida. Hay grandes y buenas personas procedentes de familias desastrosas… y al contrario.

Te alabo, Señor Dios Padre, porque me has dado una familia en la que puedo crecer en edad, en sabiduría y en gracia. María, tú que guardabas en tu corazón los misterios que no entendías y te confiabas a Dios como una sierva humilde, acude en ayuda de nuestras familias; también, y más si cabe, de las que no creen. Inspira a nuestros gobernantes políticas adecuadas de protección y apoyo a las familias. Así sea.