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Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret

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II.2.1.07. Presentación en el Templo.

Narración de San Lucas:

«Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno. Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor…

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:  «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;  porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»

Había también una profetisa, Ana… Alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención.

Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él«.

Simeón, hombre henchido de esperanza, no se engaña; no espera grandezas mundanas del Mesías. En aquel bebé de una familia pobre (los ricos ofrecían un cordero, no palomas) Simeón «ve» al Mesías, se siente feliz, le dice a Dios que ya puede morir, que ya ha visto «la salvación» de Israel. Lo mismo le ocurre a la profetisa Ana…

Desde el orgullo, la prepotencia, la sabiduría mundana, etc., es muy difícil reconocer a Dios. Desde la humildad y sencillez en el servicio de los que nos rodean, desde la mirada limpia y esperanzada de lo que sucede a nuestro alrededor, sí se puede «ver» a Dios. Ocurría entonces y ocurre ahora. Y esto, aunque «una espada de dolor atraviese nuestra alma»… como a aquella joven y alegre mamá israelita que subió al Templo para presentar al Señor a su hijito.

Padre nuestro, que estás en el cielo;
Santificado sea tu Nombre.
Venga a nosotros tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
No nos dejes caer en la tentación.
Y líbranos del mal.

Amén

Dios te salve, María, llena eres de Gracia, el Señor es contigo.
Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios,
Ruega por nosotros, pecadores,
Ahora y en la hora de nuestra muerte.

Amén

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.